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Una anécdota simpática que siempre he oído contar en mi casa, es la siguiente:

En aquella época era costumbre, dar a guardar al cura los ahorros y joyas que los vecinos pudieran poseer, pues consideraban que esas pequeñas fortunas estaban más seguras en manos de la autoridad religiosa del pueblo.

Cierto día del año 1855, de forma repentina, falleció D. Antonio, el párroco, sin dejar dicho el lugar exacto en el que escondía las riquezas de las que tenía el encargo de vigilar y nunca se supo de ellas.

Me cuentan mis padres, que hace aproximadamente cincuenta años, realizando algunos trabajos de rehabilitación de la casa, fue preciso contratar vigilancia para evitar los destrozos que en paredes y suelos, asaltantes nocturnos producían en la búsqueda del supuesto tesoro.

Yo no sé si alguna vez alguien lo encontró, pero cuando veo un cristal brillar en el suelo, no puedo evitar pensar en el “tesoro del Cura Viejo”.

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